miércoles, 22 de junio de 2011

El Apostolado y el Apóstol

El apostolado me compromete más con mi propia vida cristiana. En efecto, ¿quién no ha experimentado que la propia fe se fortalece al hacer apostolado, al exponerse delante de otros, al tener que dar testimonio público de las propias convicciones? Al ver mi vida cristiana como apostolado evito caer en la contradicción del cristiano “a tiempo parcial”. En la familia, en el trabajo, en la universidad o el colegio, a tiempo y a destiempo estoy llamado a ser apóstol, con mi testimonio de vida, con el anuncio explícito, con la palabra oportuna, con gestos concretos de amor y solidaridad.

El apostolado me ayuda a reconocer concretamente en mi vida que la santidad es obra de Dios con mi cooperación. Cuando hago apostolado me descubro siempre limitado frente a la grandeza del mensaje del que soy sólo embajador, me doy cuenta de que mis fuerzas y esfuerzos siempre se quedan cortos, pero al mismo tiempo compruebo que Dios bendice y fructifica lo que hago y que Él cuenta conmigo para llegar a tantos. Percibo que la Gracia me precede, me acompaña y fecunda mi acción.

El apostolado me alienta a la coherencia de vida. La conocida frase “nadie da lo que no tiene” quizás la experimentamos más que nunca cuando tenemos que dar una charla, participar en un retiro, dirigir un grupo, liderar una obra solidaria... El apostolado, por su propio dinamismo me impulsa a una coherencia cada vez mayor entre lo que soy y lo que predico pues es más creíble el testigo que el maestro. Al mismo tiempo, el apóstol se predica en primer lugar a sí mismo.